jueves, 9 de diciembre de 2010

Mario y la aventura final en Estocolmo

Era diciembre de 1990 y yo llegaba a Lima de mi ciudad natal Iquitos, lleno de ilusiones provincianas. Tenía 13 años y recuerdo que tarareaba de memoria la tonadita del Fredemo: tu tu tu túuuuu. Por entonces, este frente amplio liderado por el Movimiento Libertad, de Mario Vargas Llosa, había tenido que resignar una derrota en las elecciones presidenciales ante un ilustre desconocido de ojos jalados, que por entonces se las daba de peruano: Alberto Fujimori. Empezaba la dictadura fujimontesinista y yo estaba listo para cursar el segundo de secundaria.
La aventura politiquera de Mario, a finales de los ochentas

En los meses precedentes, como comprenderán, era pan de cada día ver a Mario por la televisión. Siempre con esa voz clara y ese tono cansino: "amigos y amigas, les saluda Mario Vargas Llosa...". Su caricatura inundaba los programas cómicos de la época. Y siempre el tu tu tu túuuuu acompañando al escritor-candidato. Por aquel entonces, la única noticia de su obra literaria la tenía gracias a la trabajosa lectura de La casa verde, libro que había abordado por primera vez en la Biblioteca Municipal de Iquitos en 1988, por invitación de mi tía Elena Gómez, por entonces dueña de una de las panaderías más populares de la ciudad, allá en la calle Moore 1212. Resulta que mi tío Wilson Tuchía -esposo de la tía Elena- era nieto de un tal Juan Tsuchiya, emigrante japonés instalado en el alto Marañón, cacique de una de las innumerables comunidades indígenas perdidas en la Amazonía peruana.

Mi tía había tenido noticia de esto tras un reportaje difundido en uno de los canales de televisión, en el que se resaltaba el acucioso trabajo periodístico de Mario en medio de la selva. Entonces, un buen día, mientras mi tía cazaba una abeja en el interior de una de las vitrinas de bizcochos, me dijo: tú que eres el lector de la casa, ¿por qué no averiguas qué hay de cierto de que mi suegro-abuelo figura en ese libro?

Así fue como hurgué en los archivos de la biblioteca y empecé a acudir tres veces por semana a la sala de lectura, hasta culminar el libro allá por inicios de 1990.

Portada de La casa verde, novela que terminé de devorar en Iquitos

Yo sabía, en medio de mi cuasi inocencia de púber, mientras leía la obra, que esas elecciones eran una batalla que no podría ganar Mario. A medida que fui recorriendo las páginas de La casa verde, le vi como fabulador, se había metido en mi memoria como una arquitecto del lenguaje, un prestidigitador de la palabra, el titiritero diabólico que urde y construye, hace y deshace hoja tras hoja. ¿Mario el politiquero? Por ningún lado.

Odiado por unos, elogiado por otros, Vargas Llosa está en su momento cumbre
Por eso, ya comenzado 1990, no dudé en intuir alguna ventaja en aquel ponja siniestro que, a la postre, acabaría quitándole el puesto de Presidente de la República.

Luego, nos volvio a dejar huérfanos. Se fue a Europa, se volvió español y se dedicó a escribir ensayos y más novelas. Yo continué leyéndole hasta donde mi afición por otros grandes del continente, como Vallejo, Borges, Cortázar, Márquez o Asturias, me lo permitieron. Me di mi vuelta por Los Jefes, Los Cachorros, La ciudad y los perros, Conversación en la catedral -esa de Zavalita por aquí y Zavalita por allá, un chongo la novela- La verdad de las mentiras, El pez en el Agua, El elogio de la madrastra, La guerra del fin del mundo.

Las novelas de Mario siempre estuvieron manchadas de un tinte periodístico
En suma, no le he leído mucho. En todo caso, creo que no lo suficiente. Pero hoy, veinte años después, mientras le redescubro a través de El sueño del celta, le he vuelto a ver por la tele, casi a diario. Y hoy, ya bastante maduro, Mario ha aprendido que la única batalla que podía haber aspirado a ganar es la batalla de la fantasía. Esa que tanto afanaba a Faulkner, a Cervantes. Mario ya vivía en el recuerdo de muchos peruanos, como los que le leímos desde niños, pero ahora  se ha metido en el recuerdo de toda la humanidad.

Un arequipeño ilustre, para el mundo
Esta es la aventura de su vida. La aventura final: convertirse en uno de sus personajes, el definitivo: el primer Premio nobel de nuestra literatura. Esto no le reconcilia con el pueblo, que repudia su defensa cerrada del liberalismo, pero le redime de tantas diatribas, de tantas culebras venenosas que tuvo que tragarse cuando yo aún era adolescente y todavía no sabía cruzar la avenida Tacna.

Gracias por leer una vez más.








No hay comentarios:

Publicar un comentario