Allá por 1985, un esmirriado Axl Rose reunía a lo mejorcito del hard rock californiano de la época bajo la marca paraguas de Guns N roses.
La banda era una mixtura de estilos: un Axl de estilo más funk, con gorrita, licras ajustadísimas (a lo Jagger), tatuajes y esa voz ronca de gárgara de vidrio molido. Al lado, Slash, el típico holgazán doméstico, con el cabello esponjado y crespo (nido de pájaro), botas vaqueras y un cigarrillo sobresaliendo de la bembaza tiesa y casi reventada de smog. Luego Duff, espigado y fofo como el nerd de la escuela que ha devenido en punk. Y, finalmente, Steve Adler, el jovencito que sueña con ser una estrella de rock; el tipo que desaloja el auto de papá de la cochera para practicar horas y horas con la batería hasta hacer estallar los oídos de los vecinos.